lunes, 5 de octubre de 2009

La playa, el mar, las olas...

Caminar por la playa es algo que siempre me gustó hacer. Cuando me encuentro sentada frente al mar cierro mis ojos y me dejo llevar por el sonido de las olas al romperse, de las gaviotas al pasar y el viento al soplar.

Me gusta sentir la suave brisa marina, aquella brisa marina que me trae tantos gratos recuerdos y otros que aun no siendo tan gratos me ayudaron a madurar. Al ver la inmensidad de mar, al querer ver su fin y no encontrarlo, pienso: "Así es el amor de Dios por nosotros, tan grande e infinito". Cuando abro mis ojos y veo las gaviotas, los cangrejos y los demás animales marinos que se pueden observar, pienso en como Dios los cuida a cada uno de ellos y a la vez nos puede cuidar a nosotros, los seres humanos, una raza que solo consigue maltratar aquello que con tanto amor Dios creó.

Estar ante la presencia del imponente océano me hace sentir más pequeña, me hace dar cuenta que el mundo ese inmenso y hermoso. El mar y las olas no solo me traen la brisa marina, sino también paz y tranquilidad a mi alma perturbada, perturbada de ver tanta injusticia, tanta maldad en este mundo, tanta frialdad para no compadecerse de sus semejantes.

Al atardecer, puedo observar un cuadro increíblemente hermoso, una combinación de diversos colores, colores que traen melancolía, colores que pintan una escena romántica. El sol, al tocar el mar, pareciera que lo volviera oro, pareciera que lo hiciese un camino hacia un mundo diferente, lleno de belleza y resplandor. Como si fuera la entrada al cielo, con una alfombra dorada que indica el camino a la gloria. Como si se intentase llegar al sol, como si se intentase llegar a lo imposible. Y pensar, que todas esas maravillas, la combinación de texturas, de aromas, de colores, de sabores, de sentimientos, de pensamientos, de artes, de sueños y de un sin fin de cosas que puede inspirar tal cuadro, son creación de el único y maravilloso Dios. No podemos imaginar algo más perfecto que eso, nuestra mente finita nos lo impide, pero sí existe algo más maravilloso que todo eso. Cosas que aun no podremos conocer, sino hasta que Jesús vuelva.

El la playa, el mar, las olas, las piedras, todo me habla de una sola cosa, el inmenso amor de Dios, por una humanidad ingrata, pecadora, pero aun así suya, suya por ser su creación y por comprarla con su sangre. Lo único que queda decir es que el amor de Dios es más grande, más ancho y más profundo que el mar.

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