
Cada paso que uno da, lleva hacia algún sitio. Lleva al éxito o al fracaso. Lleva a la insensatez o la prudencia. Lleva a la perfección o la imperfección. Lleva a la aceptación o al rechazo. ¿Qué pasaría si diéramos un paso equivocado? ¿Y si no pudiéramos retroceder? ¿Qué harías?
Lo único que queda por hacer es aceptar tu error, arrepentirse, pedir perdón a Dios y continuar. Si es verdad algunas cosas ya no cambian, y solo nos queda aceptarlas y llevarlas con nosotros. Tengamos cuidado de las cosas que hacemos, de cada paso quedemos. Hay pasos que no se podrán retroceder. Hay pasos, que nos llevan al mal. Hay marcas permanentes. Huellas que no se borran con nada. Sí, Dios nos perdona, pero hay hullas que no desaparecen nunca. ¿A qué me refiero?
Cuenta la historia que un chico de 23 años, soltero, amaba a Dios, pero tenía una gran debilidad, las mujeres. Él oraba, pero no de corazón. Le decía a Dios, sabes que soy débil, hazme una marioneta, manéjame tú, porque simplemente no puedo con mis deseos, la carne es muy débil en mí.
Este chico oraba pero no se alejaba de la tentación, sino que buscaba a la tentación y caía en pecado. Si, tenía un gran problema. Le gustaba el sexo, y le gustaba mucho. Era un líder en la iglesia, pero tenía un pecado oculto y lo acariciaba como lo más preciado. Le gustaba estar en la iglesia, cantar, dirigir programas. Le gustaba predicar, pero no podía consigo mismo.
Un día, una noticia destruyo su futuro, sus sueños y planes. Tendría un hijo de una mujer que no amaba. La decisión de tenerlo y aceptar las consecuencias de sus actos fue el principio de su acercamiento a Dios.
Fue en el dolor, en la angustia, en la desesperación, donde aprendió a hacer la voluntad de Dios. Aprendió a caminar de la mano de su creador. Se arrepintió de sus pecados y se volvió a bautizar después de la vergüenza que paso cuando la iglesia se enteró de su situación.
Los pasos que había dado no lo llevaban por un buen camino. Él día de su bautizo, Dios borró sus pasos pasados. Limpió su camino, pero hubo una hulla que nunca desapareció. Esa huella permanente. Pero ahora ya no era una huella de dolor, sino de alegría y de sonrisas. Pero una huella imborrable.
Ten cuidado donde pisas, como pisas, las hullas que dejas puede que nunca se borren.
Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas (Proverbios 3:6)
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